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Día del Padre: el insomnio de los que aman en silencio

Por Javier Nieva

Día del Padre: el insomnio de los que aman en silencio

Por Javier Nieva

A algunos padres el insomnio les llegó con el primer llanto. No por ternura, sino por miedo. Miedo a no poder. A no alcanzar. A fallar como falló el suyo. A quedarse fuera de la historia emocional de sus hijxs, aunque firme cada hoja del cuaderno. Porque quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por el hambre que ronda la heladera; otros, por el terror de que el amor no les alcance.

Hay padres que nunca dijeron “te quiero”, pero se ofrecerían en sacrificio si con eso el dolor pudiera desviarse. Padres que quisieran pedirle a un dios —si existiera y no fuera sordo— que les entregue a ellos cada espina que el mundo reserva para sus hijxs. Que cargan con lastimaduras anticipadas, como si el cuerpo recordara golpes que aún no sucedieron.

Algunos no están. Y su ausencia también educa: enseña a nombrar lo que falta, a buscar afectos donde no hay sangre, a llenar vacíos con otras ternuras posibles. Otros están sin estar, fundidos en jornadas infinitas, en silencios que heredaron sin querer. Y sin embargo, cada tanto, se les escapa una caricia en forma de lonchera preparada, de pregunta torpe, de espera paciente. Gestos que nadie celebra, pero que salvan.

Este Día del Padre no busca monumentos. Busca palabras donde hubo silencios. Busca abrazos donde hubo distancia. Y, sobre todo, busca honrar esa forma de amor que no siempre sabe nombrarse, pero que insiste —a su manera— en quedarse.

Porque al final, somos lo que nos dejaron. Y también, lo que supimos construir con eso.

Somos recuerdos que se abren como flores viejas en los cajones.

Somos infancias tibias o desarmadas.

Somos sabores que nos devuelven al regazo.

Olores que nos nublan de nostalgia.

Canciones que aún sabemos de memoria, aunque no recordemos cuándo las aprendimos.

Claro que somos canciones.

Y en ellas viven los padres que supieron—como pudieron—estar, cuidar, amar.

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