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Nada para festejar

Por Javier Nieva

Nada para festejar

Por Javier Nieva

El dato que debería interpelarnos no está en los porcentajes de cada candidato, sino en la cifra muda del ausentismo: un 58% que eligió no elegir.

Venado Tuerto vivió unas elecciones que, más que celebración democrática, dejaron la sensación de un domingo gris, sin épica ni entusiasmo. Algo se quebró entre la ciudadanía y su representación, algo que no se arregla con discursos vacíos ni con banderas partidarias.

Porque cuando más de la mitad del pueblo se ausenta, la verdadera derrota no es del que pierde en las urnas, sino de un lazo social que se va deshilachando.

A ese escenario se suma una nueva configuración del Concejo que no invita al optimismo: ocho bancas para Unidos y apenas dos para Ciudad Futura. Más que un resultado, una advertencia. No hay equilibrios, no hay contrapuntos, no hay condiciones para un diálogo fecundo.

No hay nada que festejar cuando el recinto deja de ser un crisol de voces para volverse caja de resonancia de una sola mirada. Y en ese silencio de lo plural, la ciudad pierde algo más que bancas: pierde matices, pierde preguntas, pierde futuro.

El peronismo, que hace no tanto tiempo ocupaba el centro del escenario político local, terminó desdibujado y sin representación. Fragmentado, sin proyecto ni horizonte, su caída deja al descubierto no solo errores tácticos, sino una desconexión profunda con las demandas sociales. Un papelón, sí… pero también un espejo que puede —y debe— incomodar.

Apenas diez votos separaron a La Libertad Avanza de acceder a una banca. No es representación, pero sí advertencia. En una elección marcada por la apatía y el desencanto, la LLA emerge como fuerza en ascenso que, sin estructura sólida ni pasado local significativo, logró tensar el tablero.

El escrutinio definitivo dirá si cruza el umbral o queda a las puertas, pero el signo ya está ahí: algo se mueve, algo resopla debajo de la superficie. Su desafío, ahora, será convertir el golpe de efecto en sustancia política. Y demostrar que puede ofrecer algo más que enojo.

Y sin embargo, en ese clima de apatía, el oficialismo obtuvo el 52% de los votos… del 42% del padrón que decidió participar. Eso equivale a un respaldo efectivo de apenas el 21,77% del padrón total. O lo que es lo mismo: uno de cada cinco ciudadanos habilitados para votar.

¿Qué representatividad puede reclamar una hegemonía que se construye sobre la base de la ausencia? ¿Qué tan fuerte es un triunfo cuando la mayoría real no eligió a nadie?

Ya ni siquiera se vota para castigar. El enojo dejó de buscar traducción en una urna y eligió transformarse en vacío. Y ese vacío es mucho más inquietante que cualquier voto bronca.

Porque no ir a votar no es solo apatía: es ruptura. Es una ciudadanía que, descreída del sistema y de sus intérpretes, decide no hablar el lenguaje de lo político. Es una sociedad que mira la escena institucional como si fuera otra pantalla más, desconectada, ajena, innecesaria.

El problema es que cuando la palabra política pierde sentido, avanzan otras lógicas: la del miedo, la del odio, la de la indiferencia.

No hay nada que festejar cuando el único ruido que queda es el del silencio colectivo. Y ese silencio, si no se escucha y se entiende, puede terminar siendo más estruendoso que cualquier derrota electoral.

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