Nietzsche, Spinoza y la recomposición del movimiento
Por Juan Grabois / Foto: Camila Alonso Suárez / Docentes abrazados en una manifestación en defensa de la educación pública.
El ser de nuestro movimiento es la justicia social, su potencia está bajita porque andamos afectandonos permanentemente de pasiones tristes, la descomposición nos hace bajar banderas como cuerpo colectivo. Necesitamos, entonces, nuevas composiciones.
Aprovechando unos días de paréntesis involuntario, repaso algunos conceptos en torno al ser, el poder y el obrar. A los que cumplimos rol de dirección práctica en algún campo de la vida pública inevitablemente la vorágine de lo cotidiano deteriora nuestro contacto con dos componentes más importantes de la imaginación política: la inmersión en la realidad social y el pensamiento filosófico.
Observando con una mínima distancia las disputas al interior del movimiento nacional y popular –prefiero la expresión histórica de movimiento a la de “campo” transliterada de Bourdieu– me viene a la cabeza que necesitamos “menos Nietzsche y más Spinoza”, tal como en alguna ocasión plantee que necesitamos leer más “La comunidad organizada” y menos “Conducción política”.
Todo lo que diga a continuación es pasible de demolición por cualquier filósofo profesional, pero creo que las ideas generales, sino adecuadas al pensamiento de los mencionados autores, al menos serán útiles para la conversación.
El concepto “voluntad de poder” que desarrolla Nietzsche describe lo que él supone la vida misma que se expresa cabalmente en las voluntades fuertes creando una relación de mando-obediencia. El planteo del alemán implica la reafirmación del propio poder en detrimento del poder de otros. Esto opera a nivel individual, a nivel de las clases sociales, a nivel de los pueblos.
Una de sus descripciones más descarnadas de esta noción la encontramos en “Más allá del bien y del mal” donde explica la voluntad de poder como “esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en el caso más suave, explotación”. Lo vemos en la sociedad, lo vemos en nuestro movimiento.
La indignación moral frente a semejante postulado es una posición fácil, pero introduzcamos a nuestro segundo pensador, Spinoza, que afirma: “No ridiculizo, no deploro ni maldigo las acciones humanas, sino que las entiendo.”
Es que, al igual que el alemán, este judio-portugués, emigrado en Amsterdam, Spinoza organiza su sistema de pensamiento prescindiendo de la moral e intentando describir el real funcionamiento del ser humano. Sin embargo, la concepción spinoziana es radicalmente distinta a la de Nietzsche. Spinoza, a diferencia de centrar el impulso vital en la voluntad de poder, lo hace en la potencia del ser, es decir, la capacidad de actuar que tiene cada uno.
Lo interesante de la diferencia consiste en que mientras la voluntad de poder se reafirma sobre otro, la potencia puede aumentar o disminuir en contacto con el otro. Cuando de la relación entre dos cuerpos –en el sentido de seres– los mismos se afectan positivamente, la capacidad de obrar, es decir, la potencia de ambos aumenta y además se compone un cuerpo más complejo que combina ambas potencias. Cuando de la relación surge una afección negativa, los cuerpos se descomponen.
A estos afectos que incrementan o disminuyen la potencia, Spinoza los llama pasiones alegres y tristes respectivamente abordando una dimensión fundamental en la acción humana que en las discusiones políticas suele infravalorarse: las emociones. Ojo, entre las pasiones tristes que despotencian no sólo están aquellas que pueden atribuirse a las figuras de “voluntad fuerte” en el sentido nietzscheano. Muchas veces, bajo apariencias más benévolas, surge el resentimiento, la envidia, la malicia, es decir, formas sutiles de ejercer la “voluntad de poder” que descompone lo colectivo para reafirmar el propio poder. Cada uno de nosotros debe preguntarse si su forma de obrar contribuye a la composición de un cuerpo colectivo que tenga la suficiente potencia para realizar la obra del Movimiento en los tiempos que corren.
La noción de composición me parece fundamental, no sólo en función de la política sino de una ética de vida. Que nuestras acciones afectan y se deja afectar positivamente al otro para potenciarnos individual y colectivamente en nuestra capacidad de obrar constructivamente porque las obras constructivas son, además, causa de otras obras. Así como el mal tiende a expandirse, el bien también lo hace. Más allá del bien y del mal… no hay nada.
Una definición de movimiento recauchutada de Aristóteles podría parafrasearse de la siguiente manera: “el movimiento es el paso de la potencia al acto”. Una recomposición del movimiento implica el incremento de la potencia de sus componentes –evitando las pasiones tristes, reforzando las pasiones alegres– para que el nuevo cuerpo colectivo tenga una mayor capacidad de obrar y perseverar en su ser (conatus).
El ser de nuestro movimiento es la justicia social, su potencia está bajita porque andamos afectandonos permanentemente de pasiones tristes, la descomposición nos hace bajar banderas como cuerpo colectivo. Necesitamos, entonces, nuevas composiciones. La reafirmación de la voluntad de poder no es el camino de un movimiento humanista, popular y emancipador. Suficiente de esa pulsión oligárquica y bestial tenemos con la derecha deshumanizada.
Nuestra potencia está en el corazón como síntesis del ser que siente, piensa y actúa. Por eso, nuestra potencia se agiganta cuando nos decidimos a obrar juntos sirviendo al pueblo de todo corazón.
JG/DTC
Fuente: www.eldiarioar.com